¿De qué hablamos cuando hablamos de educación inclusiva? | ENTREVISTA
Gerardo Echeita
2022-04-21
"Para hacer más inclusivos nuestros centros escolares, deben repensarse y mejorarse todos los ámbitos que configuran un sistema educativo", según Gerardo Echeita, al que entrevistamos para el boletín temático del Real Patronato sobre Discapacidad.
Cuándo hoy en día se habla de educación inclusiva, ¿a qué nos estamos refiriendo realmente? ¿Ha evolucionado este concepto en las últimas décadas?
En mi opinión lo que se está queriendo resaltar es que la educación escolar actual no tiene todavía esa cualidad que el adjetivo inclusiva se empeña en añadirle desde un tiempo a esta parte, diríamos que en los últimos treinta años, aproximadamente, si tomamos como referencia temporal simbólica la fecha de los trabajos previos que culminaron en la bien conocida y famosa Declaración de Salamanca generada en la Conferencia Mundial sobre Necesidades Educativas Especiales celebrada en España en 1994 bajo el auspicio del Ministerio de Educación de aquel entonces y promovida por la UNESCO. Esa cualidad de querer ser más inclusivos (porque hablamos de un proceso), nos conecta con una de las ambiciones más importantes, humanas y hermosas de cuantas cabe imaginar; desear para todas las niñas y niños, adolescentes y jóvenes en edad escolar, sin exclusiones ni eufemismos respecto a ese “todas y todos”, oportunidades equiparables, justas, para estar juntos, reconocerse, respetarse y convivir con dignidad en su singular diversidad y aprender sin límites impuestos por pobres expectativas, prejuicios o condiciones sociales, familiares o escolares de inequidad. Esta visión es aplicable, por otra parte, y salvando algunas diferencias, no solo a la educación escolar, sino también, por ejemplo, al trabajo, al disfrute del ocio, la cultura o el tiempo libre.
Sin duda que esta ambición ha evolucionado en muchos sentidos. Por un lado, el cambio que supone plantearse “la inclusión” (por simplificar la expresión educación inclusiva a los efectos de este texto), como un importante principio educativo, pero no más que eso; esto es, un principio con valor moral pero que puede ser aceptado, o no, por según que actores educativos e implementado si se estima oportuno y no muy costoso. Hoy, sin embargo, se debe interpretar como lo que es; un derecho legalmente reconocido y amparado jurídicamente al más alto nivel que quepa otorgar a un derecho humano, por cuanto tiene el respaldo de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPCD, 2006), pero también el de la Constitución Española (CE), que incluso establece en ella (Arts. 10.2 y 96.1) que todo lo que en la CE se vea afectado por este importantísimo tratado internacional en materia de derechos humanos, debe reinterpretarse y ajustarse a lo normado en la CDPCD y aplicarse inmediatamente, sin necesidad de transposición normativa. Esto es, que podría decirse que la CDPCD está incluso por encima de la CE en lo que respecta a la interpretación del alcance y significado respecto a los derechos de las personas en situación de discapacidad que hace la CDPCD. Por lo tanto, se ha cambiado el terreno de juego como diría el profesor Barton; ya no cabe plantear las medidas necesarias para avanzar hacia una educación inclusiva como algo al albur de la opinión, deseos o gustos de algunos, o de los medios disponibles, sino que dichas medidas deben contemplarse como las condiciones que son imperiosas para el cumplimiento de dicho derecho, pues de lo contrario y como dijo en su día la presidenta del Tribunal Constitucional, Maria Luisa Salas, de no existir tales condiciones dicha situación sería equivalente “a la ablación lisa y llana de dicho derecho”.
A mi parecer, el segundo gran cambio que se ha producido en estos últimos años tiene que ver con la pregunta, “¿de quién hablamos cuando hablamos de inclusión?”. Hace 30 años la respuesta mayoritaria a la misma sería que hablamos del alumnado que en los años ochenta se empezó a reconocer y nombrar como alumnado con necesidades educativas especiales, lo cual a su vez venía a ser, en buena medida, equivalente a hablar del alumnado con trastornos y/o desarrollos atípicos desde un punto de vista sensorial, motriz, cognitivo o social, así como al amplio y diverso grupos de alumnos y alumnas con dificultades específicas de aprendizaje. Todos ellos podrían configurar un heterogéneo grupo que podría llegar hasta un 20% de la población escolar en cada país. Pues bien, hoy el consenso mundial -si para ello nos fijamos en lo que dice la UNESCO (2020) en su último informe global sobre la educación en el mundo-, para responder a esa misma pregunta es que “hablamos de todo el alumnado sin excepción”. Y que todos significa TODOS, siendo que todo el alumnado importa y todos deben ser reconocidos con igual dignidad y derechos. Ciertamente no deja de ser un tanto paradójico que el empuje y el mayor referente legal reciente para sostener este derecho para todos, sea la CDPCD. Pero lo cierto es que no tendría sentido demandar que nuestros sistemas educativos tuvieran esa cualidad, a la que me refería al inicio, de ser inclusivos, y que luego quisiéramos restringirla para algunos solamente, por muy cierto que sea el hecho de que estos pocos sean, precisamente, los que están en mayor riesgo de vivir situaciones escolares de segregación, marginación, menosprecio, maltrato o fracaso escolar en variadas intersecciones entre sí.
Por último, diría que se ha producido una evolución también muy importante en la dirección de asentar un modelo de compresión (que no todavía de actuación habitual) respecto a cómo y dónde intervenir para avanzar hacia esa ambición. Un modelo que podríamos clasificar como ecológico, sistémico y multiagencia, esto es, una perspectiva que decididamente intenta dejar atrás los modelos de intervención individual (modelo médico), focalizado en las limitaciones de los estudiantes y en lo que estos particularmente necesitan, esto es, intervenciones específicas, de corte rehabilitador, y normalizador u homogeneizador respecto a la diversidad humana.
Hoy, sin embargo, cada vez se habla más de un modelo ecológico (Ainscow et al., 2012) por cuanto ha de tenerse muy, pero que muy presente lo que ocurre “mas allá de las puertas de la escuela”, pues si en esos contextos externos que nos hablan de la calidad de vida de los adultos que educan a sus hijas o hijos, esta es pobre por cuanto adultos y niños viven en contextos de pobreza, violencia, desempleo, infravivienda o limitados recursos comunitarios, entonces la acción educativa “entre escuelas y puertas adentro de estas” será importante y necesaria pero, sin duda alguna, limitada en su capacidad de transformación personal y social.
Por su parte, hablar de un modelo sistémico nos tiene que hacer pensar y actuar en todos los elementos que configuran, en este caso, el propio sistema educativo. Esto es, para hacer más inclusivos nuestros centros escolares en todos lo niveles educativos, deben repensarse y mejorarse todos los ámbitos que configuran un sistema educativo; sus medidas de ordenación académica, de financiación, de formación de todo el personal educativo y por supuesto, las relativas al currículo. Dicho de otra manera, mientas este asunto de la inclusión se siga viendo – como creo que ocurre mayoritariamente hasta la fecha-, como un asunto puntual, marginal y específico, relativo a qué hacer y quién se ocupa de algunos estudiantes “raros o especiales”, no saldremos del estancamiento que se observa ni se acortará la distancia entre el derecho y la obtusa realidad que se resiste a cambiar.
Obviamente también los centros escolares en su conjunto, y finalmente cada docente en su aula, tienen la responsabilidad de revisar sus culturas, políticas y prácticas para que estas confluyan en la capacidad de orquestar una acción educativa que permita articular con equidad las oportunidades de todo el alumnado para tratar de conseguir/mejorar lo que señalaba al inicio: estar juntos, participar y ser reconocido, respetado y valorado por sus iguales y por supuesto, aprender sin límites que tengan que ver con expectativas, prejuicios o concepciones y actitudes discapacitantes.
De esta larga explicación cabe deducir, entonces, que el cambio que se necesita está en distintos planes o niveles (multinivel/sistémico) y compete a muchos actores educativos (multiagencia); los responsables de la administración educativa a todos sus niveles, incluidos los servicios de inspección, el profesorado, los servicios de orientación educativa y las familias. Y por qué no decirlo también, quienes investigamos y formamos desde la universidad a las nuevas generaciones de docentes, orientadores u otros profesionales que intervienen o intervendrán, cuando les llegue el momento, en este interminable viaje hacia una escuela más inclusiva.
En nuestro país, la normativa hace referencia a la inclusión como principio del sistema educativo y al derecho a la educación inclusiva de todos. Más allá este de este reconocimiento legal, ¿existe una apuesta real por la educación inclusiva?
Pues sinceramente yo creo que no, que el derecho establecido hoy tiene más de desecho que otra cosa: RAE. Desecho: 2. Cosa que, por usada o por cualquier otra razón, no sirve a la persona para quien se hizo.
Obviamente que se han producido progresos y que nuestro sistema educativo -visto incluso desde los análisis que antes he referido-, es hoy mucho más inclusivo que hace treinta años. Nada que objetar ni reprocharnos, más bien lo contrario. La pregunta es cual es el ritmo de mejoras que vamos a adoptar y a considerar aceptable para los grandes desafíos que todavía tenemos que enfrentar, seguramente los más difíciles, pero también los que confieren a este derecho su alcance y significado más profundo. Baste recordar, por aportar algunos datos, que todavía más de un 20% del alumnado está segregado en centros específicos; que los niveles de maltrato escolar por abuso de poder siguen siendo muy importantes y más aún en el caso del alumnado más vulnerable (como podría ser, por ejemplo, el alumnado con trastornos del espectro autista) y que tenemos una de las tasas más altas de Europa en materia de fracaso y abandono escolar temprano.
En este sentido me preocupa mucho una actitud de complacencia que dé paso a lo que el profesor Waitoller ha llamado una “educación inclusiva selectiva o deficitaria”; solo para algunos alumnos o alumnas, solo en algunos centros escolares (los motivados), y solo en algunas etapas educativas (la educación infantil, primaria y en ocasiones algo en secundaria). Creo que la ambición ética que perseguimos no encaja en esta inclusión deficitaria, y por ello es necesario seguir denunciando la exclusión, como en su día dijera la profesora Ángeles Parrilla, y parte de esa denuncia es criticar la actitud de complacencia y esos análisis, un tanto exculpatorios para nuestra conciencia que suelen expresarse en esa frase de “hemos avanzado mucho, pero falta mucho por hacer”, lo que para mí significa algo así como “no tengas prisa”. Pero los niños, adolescentes y jóvenes sí tienen prisa porque su vida pasa minuto a minuto y estos no volverán y serán una carga en muchas ocasiones insoportable para su futuro y su salud mental si han estado llenos de menosprecio, prejuicios o discriminaciones.
Tanto a nivel internacional como nacional, pueden hallarse multitud de trabajos que muestran cómo hacer realidad la educación inclusiva. La investigación ha comprobado los beneficios para todos/as de la inclusión ¿por qué no es una realidad hoy en día en nuestros centros educativos? ¿qué está fallando?
Pues creo sinceramente que esa es la pregunta central que en estos momentos deberíamos estar haciéndonos todos los que estamos embarcados en este viaje. Porque, como bien dices, tenemos fuertes y extendidas convicciones éticas; amparo legal al más alto nivel posible; conocimientos teóricos y prácticos suficientes en todos los niveles de acción, y conocimientos sobre cómo iniciar y sostener los procesos de mejora e innovación educativa que se precisan. Y si se me permite, y a modo de modesto botón de muestra, invito a los lectores a darse un breve paseo por la página web de nuestro grupo de investigación (EQUIDEI). Si con todo este bagaje el avance que observamos es menor de lo que se necesita, la reflexión que me suscita la pregunta tiene muchas revelaciones. En primer lugar, que aquello a lo que nos enfrentamos es, sin duda alguna, mucho más resistente al cambio de lo que nos imaginábamos o queremos reconocer. Seguramente dicha resistencia guarda estrecha relación con esa visión multinivel y multiagencia que antes señalaba. Esto es, son muchísimos los aspectos a cambiar (todos ellos interrelacionados) y muchos los agentes implicados, con sus propias concepciones, valores y actitudes. No necesitamos un solo punto de apoyo y una única palanca para mover el sistema, como nos ofrecía Arquímedes, sino muchos y diversas. En segundo lugar, diría que seguramente muchos de los que trabajamos para cambiar este estado de cosas, hemos sido demasiados ingenuos y, seguramente también, que los modelos de mejora educativa, formación y cambio conceptual que se han seguido han resultado, cuanto menos, débiles y poco eficaces.
En tercer lugar, creo que, en general, estamos tan insensibilizados ante el dolor ajeno, que las injusticias vinculadas al incumplimiento de los derechos humanos tienen, a mi parecer, mucha menos fuerza movilizadora de la que nos gustaría. En este sentido y aunque se apela continuamente a la consideración de la inclusión como un derecho humano, en este, como en otros ámbitos (por ejemplo, el derecho de asilo que nos reclaman miles de migrantes todos los días por razones de conflictos y persecución étnica, entre otras), esa apelación sirve de poco e incluso aquellos que tendrían la obligación de hacerla efectiva, “miran para otro lado” con indiferencia y menosprecio.
Por último, y de nuevo en todos los niveles -desde la administración hasta la academia-, diría que, seguramente, se ha sido bastante cobardes, porque no se ha tenido la valentía para enfrentarse a la modorra del estatus quo, y la voluntad para sostener el difícil esfuerzo de cambio que la inclusión requiere, prefiriendo el tranquilo abrigo de lo de siempre o la simple crítica o análisis académico de las barreras existentes, más que el arriesgado y turbulento viaje hacia esta utopía en constante movimiento que llamamos una educación más inclusiva. Y quiero dejar bien claro que esto no lo digo como reproche ético hacia nadie, ni desde ninguna supuesta altura moral desde en la que me crea estar personalmente instalado, ¡para nada!; que mi nombre vaya el primero de esa lista de cobardía. Lo digo como una constatación de hecho, porque seguramente lo natural, lo habitual, en casi todos y todas es tener miedo y ser bastante conservador, mientras que son más bien extraordinarias y escasas la valentía y la actitud decidida para “llevar los valores de la inclusión a la acción” que, por cierto, es así como define “la inclusión” el querido profesor Tony Booth.
Diría también, para terminar con estas reflexiones, que las convulsiones que estamos viviendo como sociedades globales en este inicio de siglo XXI, con un significativo incremento de los “ismos” (belicismo, supremacismo, machismo, capacitismo, individualismo, edadismo…) y de las actitudes fóbicas hacia ciertas manifestaciones de la diversidad humana (homofobia, transfobia, aporofobia…) no están favoreciendo, precisamente, un clima inclusivo o dicho más poéticamente, que “no son buenos tiempos para la lírica” como dijo Bertolt Brecht.
Pero vuelvo al inicio: tenemos que pararnos a pensar mucho más seriamente entre todos sobre tu pregunta para buscar, entre todos también, respuestas en forma de estrategias y actitudes más potentes para ese cambio que ahora se resiste. Pero parafraseando a lo que decía Horacio Guarny en la letra de la canción que se cita al inicio, estoy seguro de que “algún día veremos alinearse las condiciones que traigan la inclusión a nuestra casa”.
¿Existen diferencias a nivel de inclusión entre las diferentes comunidades autónomas? ¿Algunas buenas prácticas que cabrían mencionarse?
La verdad es que no me gusta mucho este enfoque de “las buenas prácticas” ni la pregunta sobre “quien lo hace mejor” entre las comunidades autónomas. Me recuerda aquello de que, al final, “las comparaciones son odiosas” y lo que es más importante, es que hacerlas creo que no conduce a actitudes favorables hacia la mejora que, como hablábamos más arriba, es lo fundamental. Porque lo cierto es que en cada comunidad autónoma y en cada centro en particular hay circunstancias, presentes e históricas, favorecedoras o perjudiciales, muy idiosincráticas que las hacen muy distintas y por ello las generalizaciones y comparaciones resultan, cuando menos, poco útiles. Me gusta más prestar atención a las condiciones o factores que la investigación y la práctica nos señalan como relevantes y necesarios. Luego cada cual tendrá que hacer una tarea ineludible de ajuste o reconstrucción en su propio contexto y realidad, eso sí, sin tratar de desvirtuarlas o descafeinarlas. En este sentido, mi propia experiencia y lo que la investigación me ha enseñado, por ejemplo, respecto a los centros escolares inclusivos, es que estos están en marcha (no parados o pensándoselo todavía) hacia esa particular Ítaca de ser “más inclusivos hoy pero menos que mañana”. Lo que siempre aparece es una comunidad educativa que se ha parado a pensar y repensar, muchas veces, cuales son los valores humanos que deben orientar su proyecto educativo y que han sido honestos con sus respuestas. Porque es hipócrita decir que se está por la inclusión, la no discriminación o la calidad educativa para todos, y luego tener políticas de centro que cierran las puertas de la escuela a algunos estudiantes; que descuidan las políticas preventivas y de alerta hacia actitudes que propicien la marginación, el maltrato o el menosprecio de algunos alumnos, o que duermen tranquilos con altas tasas de fracaso escolar, al mismo tiempo que descuiden las actitudes de colaboración, apoyo mutuo e interdependencia a todos los niveles. Lo que yo he observado son equipos docentes muy reflexivos, colaborativos y sobre todo empáticos, “poniéndose en los zapatos” de todo su alumnado todo el tiempo, lo que no quiere decir que todo su personal lo sea con la misma intensidad y constancia. Son centros donde el “todos a una Fuenteovejuna” es, de algún modo, su principal cultura profesional ante los problemas y desafíos de esa compleja ambición de querer ser más inclusivos; esto es, son todo lo contrario al “sálvese quien pueda” o a aquello de que “cada cual aguante su vela”. Conocedores de que tienen ante sí una larga travesía, prestan atención a sus procesos de planificación y coordinación, porque saben que, aunque quisieran, el camino se hace paso a paso. Y si algo no saben hacer, buscan ayuda, consejo, asesoramiento o formación, dentro de su mismo centro o fuera de él. Se podrán quejar, enfadarse en un momento dado o sentirse agotados o desmotivados, pero sus excusas favoritas no son; “no sé y por lo tanto no hago” o “como la administración no me da, tampoco hago”, o “como las familias no colaboran tampoco me muevo”… Más bien lo contrario; andan todo el día “a dios rogando, pero con el mazo (de su acción comprometida), dando”. Y para no desfallecer, se apoyan mutuamente, celebran y festejan todos los pequeños logros (y los grandes también); se ríen siempre que pueden y se cuidan y se consuelan cuando les vienen mal dadas y algunos alumnos se les escapan a su agencia. No son perfectos, pero sí honestos y entre todos construyen y tratan de mantener una suerte de liderazgo distribuido, donde todos aportan, aunque no todos aportan lo mismo; un liderazgo que casi siempre se ve reforzado con la presencia de personas singulares, en los equipos directivos o fuera de ellos, que se esfuerzan por mantener viva la visión que comparten, la voluntad que les mueve y el valor que necesitan para no pararse y decir aquello de “no puedo más y a aquí me quedo”.
Algunas familias de alumnado con discapacidad muestran reticencia ante un modelo inclusivo por temor a la atención que pudiera darse a sus hijos e hijas, hoy en día, escolarizados en centros de educación especial ¿qué mensaje les darías?
Bueno esta pregunta necesitaría tanto como lo que ya llevamos hablado para analizarla como se merece. Déjame decir al hilo de ella, tan alto y claro como pueda, que “el problema” de la inclusión no son los centros de educación especial. El problema está en la incapacidad y la falta de voluntad colectiva (de la administración, los docentes y las familias que consideran que tienen hijos o hijas “normales”), para transformar con la profundidad que se precisa el sistema ordinario, y dentro de este, los centros de educación primaria y sobre todo los de secundaria y formación profesional. Es cierto que en estas dinámicas los equipos docentes que configuran los CEE, su personal especializado y las familias que han confiado la educación de sus hijos a todos ellos, tendrán que decidir –con sus actitudes, posiciones vitales, manifestaciones y acciones-, si quieren ser parte del apoyo que necesitan los centros educativos ordinarios para irse en esa escuela extraordinaria donde también sus hijos (y quienes vengan detrás de ellos con necesidades semejantes) tengan la experiencia inclusiva de calidad a la que tienen derecho, o si van a ser parte de la resistencia para que dichos cambios no se produzcan o se limiten a esa inclusión deficitaria que antes he mencionado. Una vez más, como padre que soy entenderé sus miedos, sus dudas y todas sus preocupaciones, y defenderé con honestidad su derecho a tomar la decisión que libremente consideren más adecuada en el seno de su familia. Pero también es cierto, como dijo ViKtor Frankl, que uno es intrínsecamente libre de elegir la actitud vital con la que enfrentarse a la tarea de dar sentido a su vida, y preguntarse si dentro de ese sentido vital está pelear para tratar de dejarle a sus hijos o hijas una sociedad más inclusiva, más justa y, que por ello, será la mejor garantía para una vida de calidad cuando ellos no estén. Es un dilema difícil y bien haríamos todos los que no estamos implicados de lleno en él, en ayudar a analizarlo y canalizarlo sin pasiones ni intereses espurios de por medio.
¿Qué beneficios trae consigo la educación inclusiva para el alumnado con discapacidad escolarizado en nuestros centros? ¿Y para el resto del alumnado?
Déjame que te responda a la pregunta con otras preguntas: ¿Cómo debemos entender eso de “los beneficios”? ¿en términos económicos? ¿Vamos a instrumentalizar a la infancia en situación de discapacidad para que la infancia “sin”, aprendan a ser mejores, más humanos? ¿Les toca a los niños “con” integrarse en un mundo escolar que les ha ignorado y oprimido para que este mejore, porque ese esfuerzo les hará más fuertes? ¿No hemos quedado que estamos hablando de una cuestión de derechos humanos? El trabajo para garantizar la consecución y el disfrute de los derechos no creo que deba estar supeditado a un análisis “costes/beneficios” de ningún tipo. Los derechos están para cumplirse y punto.
Al hilo de esta última reflexión diré que durante mucho tiempo, y hoy en día todavía, se mantienen muchas actitudes hacia la infancia en situación de discapacidad como de “pena y conmiseración”, de forma que ello hace que algunos parecen sentirse mejor cuando hacen algo bueno por estos “pobres niños” (como dejar que sus hijos estén con ellos), dejando traslucir de nuevo una relación de intrínseca desigualdad. Después de haber escuchado a muchas familias, de sentir su rabia y de haberlo vivido incluso en primera persona, te puedo asegurar que esas actitudes a veces duelen más que la percepción de las dificultades cotidianas que aprecian en sus hijos.
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Muchas gracias por la oportunidad de permitirme expresar mis ideas y emociones sin restricciones y con sinceridad. Tal vez mis análisis parezcan un tanto pesimistas, pero si lo fueran es porque me resisto a aceptar la situación que percibo y porque anhelo verla transformada hacia un horizonte de mayor equidad e inclusión educativa. Los optimistas, como lo que ven no les incomoda tanto, suelen ser más complacientes e indolentes.